Un rincón al margen del mundo
Seudónimo. XXL
En una de esas decisiones que a veces se toman creyendo acertadas y que el tiempo desvela como erróneas, mis padres se trasladaron de Frías a Burgos cuando yo tenía apenas un año. Mi padre, defensor a ultranza de su tierra, embaucado por los cantos de sirena de las grandes urbes, no acertó a ver su yerro en los primeros años después de su traslado. Para cuando aceptó que su vida no era tal y como había esperado, aceptaba su sino con la resignación del reo que sigue arrastrando los pies, incluso cuando ya le han retirado los grilletes.
Mi madre trabajaba en una ferretería del centro y mi padre en una empresa de encurtidos del extrarradio, a razón de nueve horas de lunes a sábado, por un salario que apenas nos daba para vivir un par de palmos por encima de la miseria.
Era tal su desenfrenado ritmo de vida, que ambos veían con buenos ojos —o más bien lo deseaban a rabiar— que yo pasara buena parte de los fines de semana, casi todos los puentes y la práctica totalidad del verano, en Frías con el abuelo. «Así no pierde el arraigo»; solía decir mi padre, con la esperanza de que yo purgara la culpa cuyo peso sentía sobre los hombros, como un yugo de plomo, por el abandono al que había sometido a su pueblo.
Así fue como, durante mi infancia, me sentía más fredense que burgalés. Era tal la libertad que sentía en el pueblo de mi abuelo Antonio, que comencé a aborrecer el encorsetamiento que me oprimía cuando vivía en la ciudad y del que era liberado en el momento en que ponía los pies en Frías.
Aguardaba los días de asueto en Frías como el cautivo anhela las horas de patio. Años en los que mi única preocupación era jugar a la trompa o las canicas en la calle, correr de casa en casa sin que nadie gritara a nuestra espalda o comer asado los sábados, después de que el abuelo preparara la parrilla en el patio trasero de su casa, desde cuyas habitaciones se podía contemplar el cerro que se despeñaba desde aquellas construcciones, que formaban parte de la roca como la uña lo hace de un dedo.
Fue allí, un día después de comer una sabrosa morcilla asada, que el abuelo acompañaba con chorizo y otras suculencias que aliñaban uno de los más sabrosos y sencillos de bocados de la región, cuando me desveló la existencia de su insólito amigo.
—¿Quieres ver algo precioso? ¿Quieres conocer a Veleta? Pero tienes que estar en un silencio absoluto, no vaya a asustarse y no vuelva —me dijo, con un tono de voz enigmático, como el que empleaba el locutor de radio que narraba «La guerra de los mundos».
—Claro —asentí.
—De acuerdo, vamos —replicó él a su vez, arrancando un pellizco de pan de hogaza, con el que recogió del ribete del plato naranja de duralex un trozo de morcilla.
Ascendimos a la cocina y mi abuelo me pidió que me quedara sentado en una esquina de la ventana que daba al pequeño balcón, desde el que se podía contemplar la agreste belleza que abrazaba al pueblo. Ceremonioso, como si la secuencia que estaba a punto de darse formara parte de un ritual atávico, mi abuelo abrió la mano con los restos de pan y morcilla desmigada sobre la palma.
No lo vi llegar, era la primera vez que contemplaba aquel encuentro y no sabía hacia dónde mirar. Al poco, empero, unos metros por delante del sonriente rostro de mi abuelo comenzó a revolotear un jilguero; uno con los colores tan vivos que parecía refulgir con los rayos de sol que alumbraban Frías aquel mediodía.
Sin dejar de agitarse de tal modo que comprendí el porqué de que mi abuelo lo llamase «Veleta», el jilguero se acercó hasta su mano, se posó sobre el dedo pulgar y tras dedicar a mi abuelo una mirada, entre insolente y amistosa, comenzó a picotear los restos de morcilla y pan. Mi abuelo le hablaba en voz baja, le decía que era el pájaro más bello del mundo, que daba color y alegría a un lugar ya de por sí bucólico, como eran Frías y su entorno, que siempre estaría allí para alimentarlo. Veleta, después de alimentarse, alzó la cabeza, trinó con entusiasmo una enérgica tonada y después, en el preciso instante en que asomé la cabeza al balconcillo, echó a volar con la misma atolondrada agitación con la que había llegado.
—¡Yo también quiero hacerlo! ¡Yo también quiero alimentar a ese pajarillo y decirle cosas bonitas! —exclamé, con la voz atiplada y gritona propia de mi edad.
—Ni siquiera sé por qué me ha elegido a mí. Es complicado, pero ya ves lo que ocurre cuando descubre a alguien que no soy yo —me respondió.
Así se dio una y otra vez. Cada día sometía a los encuentros entre el abuelo y Veleta a mi estricta vigilancia, con otras tantas tentativas por acercarme, pero siempre con idéntico resultado. Cada vez que Veleta me veía, batía las alas y partía agitándose en el aire, como si no supiera bien hacia donde volar; mi abuelo decía que lo hacía así, porque, a fin de cuentas, cada rincón de Frías era igual de bello que los demás. La única certeza de aquel año, era que aquel jilguero tan sólo aceptaba la compañía de mi abuelo y que su vuelo era tan indescifrable como la incógnita de su presencia y origen.
Con el paso de los años y mi entrada en la adolescencia, donde otros intereses más maduros y rijosos, me asaltaron, comencé a distanciar mis visitas al abuelo en Frías. La vida de mis padres en Burgos continuaba siendo del todo alocada y yo y mis preocupaciones de adolescente éramos algo secundario para ellos. Pero ya me había sumido en el mundo de descubrimiento de la pubescencia, por lo que, y aunque ahora me sonroje el rememorarlo, poco a poco fui distanciándome tanto de mi abuelo como de Frías. O, lo que es lo mismo, me distancié del lugar en el que mis latidos habían tomado la cadencia que habría de guiarme a lo largo de mí vida y de la persona que les había dado cuerda desde que era poco más que un bebé.
Así, hasta que con el paso de los años dejé de visitar la casa del abuelo hasta que una llamada de mi padre, cuando hacía un par de años que había partido a cursar mis estudios universitarios a Madrid, me dio la noticia que siempre había temido, por más que hiciera casi nueve meses que no me llegaba a Frías. El abuelo había muerto. Lo había hecho en silencio, en la casa del pueblo, en su habitación, con la ventana abierta. Al menos —recuerdo que pensé—, se había sumido en el sueño eterno con sus labios rescatando aquel fresco y amable aroma que acariciaba el rostro de las casas colgadas al llegar la noche.
Las exequias fueron breves y poco concurridas, como suelen serlo en los lugares donde ha arraigado esa gangrena que supone el éxodo rural. A la salida de la iglesia, antes de partir al crematorio y tras recibir las condolencias de los ancianos que se habían acercado al sepelio, para despedirse de uno de sus amigos, conscientes como eran de que cualquiera de ellos engrosaría el añoso camposanto fredense en no mucho tardar, mi padre me pidió que antes de volver colgará un par de carteles de «Se Vende». Mi padre no tenía intención de regresar, sumido como seguía en la desenfrenada vida urbanita. Por lo que, la venta de la casa, de la que decía no guardaba ese arraigo que yo, sin embargo, sí que profesaba, sería un empujón económico.
Así que partí hacía la casa del abuelo con la culpa sobre los hombros, lágrimas horadándome las mejillas y una horrible sensación de que caminaba sobre las cenizas del niño cuya presencia aún espejeaba en aquellas calles.
Al abrir la puerta inferior un denso aroma a cerrado me colapsó el olfato y terminó de derribar el dique que contenía a duras penas las lágrimas de culpabilidad, que me abrasaban los ojos. Más aún, cuando entre las manos sujetaba dos enormes carteles de «Se Vende», que mi padre había mandado hacer en madera, para que soportaran las inclemencias de un invierno, ya inminente.
Caminé por la casa y, al pasar por la cocina, hallé junto a la alacena una hogaza. Quizá, a juzgar por el apelmazado de la miga, llevara allí tres o cuatro días, cinco a lo sumo. Recordé entonces a aquel lejano jilguero, «Veleta», que comía de la mano de mi abuelo.
Como si los años no hubieran pasado y viendo reflejado a mi abuelo en mis movimientos, desmenucé un pellizco de hogaza en mi mano y salí al balcón. Abrí la palma y contemplé el añil del horizonte con una media sonrisa preñada de nostalgia en mis labios. Me sentía más miserable que nunca. No solo había abandonado y, por ende, olvidado a mi abuelo. También había obviado que mis latidos aún reverberaban entre las breves calles de uno de los rincones más bellos de España.
No era posible, pero sucedió. Resultaba del todo impensable, pero así se dio.
No habían transcurrido siquiera unos segundos, cuando un jilguero de vuelo indeciso se acercó hasta el balcón de la casa de mi abuelo. Cruzó un par de veces sobre mi cabeza antes de posarse, delicadamente, sobre mi pulgar diestro.
Era imposible que fuese él. ¿Cuánto tiempo habían transcurrido?
La vida de un jilguero, en libertad, rara vez alcanza la década y habían pasado casi dos desde nuestro primer encuentro. Sin embargo, me obligué a creer que era él. Su pelaje ya no era brillante, sino mateado. El negro había demudado en un gris oscuro. Y la serena insolencia de su rostro, había metamorfoseado en un gesto cansado, de anciano curtido por la experiencia y el dolor que siempre alicata toda vida longeva.
Antes de picotear las migas, me miró con la desconfianza de quien no alcanza a comprender qué ocurre. Aun así, me extrañó que confiase lo suficiente como para posarse sobre mi mano y comer. Quise creer que con el paso de los años mis facciones me asemejaban a mi abuelo. O quizá recordaba a aquel niño que se asomaba tímidamente por la puerta del balcón, antes de que él, esquivo, joven y bizarro, echara a volar.
—No va a volver —le dije, en apenas un bisbiseo ininteligible —. Él también ha volado—anexé.
Trató de trinar, pero de su garganta sólo emergió un gorgojeo, similar al tosido estertóreo de un tísico. Después agitó sus alas y voló en línea recta hacia el sur. Era la primera ocasión en que lo contemplaba volar de una forma tan serena, lineal, como si al fin supiera hacia dónde tenía que dirigirse, desde aquella ventana al fin del mundo.
Fui consciente de que jamás regresaría.
Descendí hasta el patio trasero de la casa, partí a patadas los dos carteles de madera de «Se Vende» y los prendí fuego, hasta conseguir unas vigorosas llamas. Coloqué la parrilla sobre el fuego y me preparé, como antaño, una de las deliciosas morcillas que aún conservaba mi abuelo colgadas de las vigas de madera del desván.
Al rato, un jilguero joven, de colores vivos e intuida altanería, se posó sobre el murete que daba a la Campa de las Heras. Sonreí, desmenucé un trozo de morcilla en la palma de mi mano y extendí el brazo hacia aquella bellísima ave. El jilguero alzó el vuelo, se elevó y partió en dirección a… quién sabe; quizá hacia el puente, el lavadero o puede que a refrescarse en la Cascada del Molinar. Como decía mi abuelo, eran tan bellos todos los rincones de Frías, que daba igual si se visitaba uno u otro.
No me importó que aquel día huyera así. Sabía que regresaría y, sobre todo, sabía que yo seguiría allí, esperándolo, sintiéndome parte del latido que bombeaba bajo los adoquines de las calles del pueblo. Era plenamente consciente de que la magia que no había hecho si no empezar en aquel preciso instante, no finalizaría hasta que ambos, aquel joven jilguero y yo, volásemos desde la ventana de la casa de mi abuelo, hacia ese lugar eterno desde donde otearíamos la atemporal belleza de un rincón al margen del mundo.
Relato Ganador del Primer Premio del I Concurso de Relato Corto "Ciudad de Frías".
Autor: Ernesto Tubía Landeras, residente en Logroño.