jueves, 22 de agosto de 2024

Fallo del XLI Concurso de FOTOGRAFÍA " Ciudad de Frías"


 

Nota de Prensa del Fallo del jurado


XLI CONCURSO NACIONAL DE FOTOGRAFÍA 
"CIUDAD DE FRÍAS"

Lorena Rodríguez Muñoz de Berlanga de Duero (Soria) ha resultado ganadora de la XLI edición del Concurso Nacional de Fotografía "Ciudad de Frías", al que han concurrido un total de 138 obras. La fotografía premiada, "Entre Costuras”, ha sido dotada con 300 euros. 

Entre Costuras

El segundo premio, de 200 euros, ha correspondido a la obra " Skay Line Frías ", de Juan Arnaiz Veiga de Oña (Burgos).

Skay Line Frías

El tercer premio con una dotación de 100 euros fue para la obra “Tormenta sobre Frías” de Ignacio Cagigas Dos Santos, de El Astillero (Cantabria).


Tormenta sobre Frías

El jurado tras una larga deliberación, dada la calidad de las obras presentadas, acordó otorgar dos   Menciónes de Honor a las siguientes fotografías: “Nieblas en el Ebro” de Elena Martínez Cuevas de Frías   (Burgos) y “Frías por la noche - Casas colgadas” de Rupert Mortom de Madrid.


Nieblas en el Ebro
 
Frías Nocturno - Casas colgadas

El jurado estuvo formado por los siguientes señores:

Don Valentín Vega Lázaro,  Fotógrafo Profesional.

Don Carlos Lino Calderón, Fotógrafo premiado en el concurso.

Don J. Antonio Vallejo , Fotógrafo premiado en años anteriores.

Don José Ignacio Sainz Arnaiz, en calidad de secretario.

 

Dada la experiencia y éxito de los años anteriores de facilitar la presencia en el concurso digitalmente sin desplazarse para la entrega, la participación este año ha sido de 138 fotografías .La Asociación Amigos de Frías con agradece a los concursantes su participación y la calidad de las fotografías presentadas al concurso.

Al mismo tiempo disfrutaremos de la ceremonia de entrega de premios durante la cena de la Amistad que celebra la Asociación Amigos de Frías, en el 50 aniversario de su fundación, el sábado 24 de agosto en el patio de Armas del castillo de los Duques de Frías. Nuevamente se podrá ver en la sala de Cultura de la Ciudad de Frías la exposición física de los premios y proyectada en TV del resto de fotografías concursantes.

Las obras presentadas al concurso serán expuestas hasta el 30 de agosto en la Casa de Cultura de Frías y del día 3 hasta el 29 de septiembre, del mismo modo, en el Teatro Principal de Burgos, junto con las del XXXVII concurso de Pintura. A continuación seguirá la exposición itinerante por Medina de Pomar, Miranda de Ebro, Bermeo, Portugalete, Barakaldo y Getxo


Amigos de Frías, 22 de agosto de 2024

                                                                      

sábado, 10 de agosto de 2024

2º Premio Concurso de Relato Corto Ciudad de Frías

UNA HISTORIA DEL PASADO

Alain Martín Molina 


La bruma se resistía a abandonar el lugar y el sol se afanaba por hacer llegar la luz a aquel amanecer inhóspito. Los gallos más madrugadores acababan de entonar su matutina diana y los fredenses iban, poco a poco, desperezándose de sus ropas de dormir y se preparaban para iniciar su jornada de trabajo. Aún el rocío de la noche alfombraba los adoquines de las calles donde los había y, donde no, los charcos escarchados atestiguaban la helada que había caído aquella noche. El alba despuntaba tras el cerro de La Muela, y la silueta del Castillo de los Velasco coronaba la localidad de Frías.

Pero el sereno amanecer no tardó en romperse con el grito de un hombre que alertaba desde el pórtico de la Iglesia de San Vicente. Pronto las calles comenzaron a poblarse de curiosos que, alertados, se acercaban al lugar de donde procedía la llamada de socorro. Al llegar, una decena de personas encontraron el motivo del revuelo. Allí, bajo el tímpano de la iglesia, yacía el cadáver de un hombre. Sobre un charco de sangre helada, un cuerpo inerte mostraba signos de apuñalamiento por todo su torso. La noticia no tardó en recorrer las calles del pueblo, sobre todo cuando se identificó a la víctima como un miembro de la familia Fernández de Velasco.

- Muy mal asunto – auguró el alguacil -. Que un Velasco aparezca asesinado no puede traer nada bueno.

- Ciertamente – corroboró el juez que se había personado en el lugar -. ¿Crees que tendrá que ver con el tema de la sucesión?

-Mucho me temo que sí

Diego Garay era el alguacil de Frías desde hacía mucho tiempo, tanto como su padre lo había sido antes que él. Y había desempeñado su cometido con la tranquilidad de saber que Frías era una localidad donde los conflictos se limitaban a pequeños altercados, normalmente protagonizados por los comerciantes y buhoneros que pasaban constantemente por allí. Alguna disputa por lindes entre vecinos mal avenidos o pretendientes que pugnan por los favores de la misma dama. Y poco más. Pero que un miembro de la familia Velasco apareciese brutalmente asesinado eran palabras mayores.

En aquel año de 1897 Bernardino Fernández de Velasco ostentaba el título de XVI Duque de Frías. Y así había sido desde hacía varias décadas. Sin embargo, por todos era sabido que el Duque de Uceda le quería disputar ese título a los Velasco. Hasta entonces la sangre no había llegado al río y todo se limitaba a distintas disputas legales que los tribunales enquistaban a lo largo del tiempo y los nobles litigaban infatigablemente presentando antiguos pergaminos de derechos nobiliarios. Pero a finales del siglo XIX, Francisco Téllez Girón, XI Duque de Uceda, había intensificado su pretensión a disputar el título de Duque de Frías a la familia Velasco.

- ¿Tanto como para asesinar? – preguntó el magistrado al alguacil.

-Bueno, amigo. Lo cierto es que la ambición humana no tiene límites y el corazón de los hombres encierran tantos secretos que no podemos ni imaginar. Son cosas de nobles, opino. O igual estamos equivocados y nada tiene que ver con los de Uceda, y simplemente se ha tratado de un ajuste de cuentas por un asunto económico o de mujeres.

-Ojalá sea así – sentenció el alguacil

Ambos, alguacil y magistrado, eran amigos desde hacía tiempo. Disfrutaban de lecturas compartidas y de largas caminatas por los senderos que salían de Frías a, como decían, todos los confines del mundo. Caminaban por la calzada romana y rememoraban los tiempos en los que los cruces de caminos eran el origen de pueblos como el suyo. Encrucijadas donde se comerciaban con los productos de la costa y la meseta, lugar de encuentro de viajeros y legiones. Un enclave que les ubicaba en un pedazo de la Historia que tanto les gustaba conocer. Pero la paz de la que disfrutaban se había roto aquella mañana. Y más se rompió cuando apenas una semana después el cuerpo sin vida de un Téllez Girón apareció entre la maleza bajo uno de los arcos del puente medieval.

-Venganza – lo tuvo claro el alguacil -. Los Velasco consideran que han sido los Uceda los que han dado muerte a su familiar y ésta es la réplica. Sin duda.

-Hay que atajar esto, amigo Diego, antes de que Frías se convierta en el campo de batalla de dos familias nobles que alfombre el pueblo de cadáveres.

El alguacil se personó junto al magistrado en la residencia del Duque de Frías a la tarde siguiente. La intención era interrogar a Bernardino Fernández de Velasco y tal vez poder vislumbrar si sus pesquisas iban o no desencaminadas.

- ¿Qué opina de las dos muertes que se han sucedido en Frías, señor? - le preguntó sin dilación tras haber sido recibidos por el Duque en su despacho.

-Las muertes siempre son terribles, alguacil. Se mire por donde se mire -. El Duque seguía teniendo ese aire de solemnidad, esa presencia aristocrática fruto de generaciones de nobles que han trascendido al tiempo desde el Medievo. Ahora, más alejados del honor y los escudos de armas, los nobles se estaban convirtiendo en hombres de negocios, más próximos a la burguesía que a la nobleza. Explotaban sus propiedades con atino y lograban pingües beneficios gracias también a los contactos comerciales que sus apellidos les facilitaban.

- Un Velasco brutalmente asesinado a las puertas de la Iglesia de San Vicente y días después un Téllez Girón en las arcadas del puente. No me dirá que no le inquieta.

-Siempre han pasado estas cosas, alguacil.

-Pero justo cuando se ha endurecido el debate acerca de la sucesión del título de Duque de Frías... - intervino el magistrado

- ¡No existe tal debate! - se enojó el Duque -. Mi rama familiar es la legítima ostentadora del título de Frías y lo defenderé por todos los medios

- ¿Por todos los medios ha dicho usted? - trató de acorralarlo el alguacil

El Duque no tardó en despacharles alegando estar muy ocupado. Ambos, alguacil y magistrado, caminaron por las calles de Frías cuando la noche ya caía y la oscuridad inundaba el pueblo. Los callejones se poblaban de sombras misteriosas y el ronroneo de la corriente del Ebro era el telón de fondo sonoro de una población que ya se guarecía en sus casas. Ambos hombres determinaron que la disputa familiar entre los Velasco y los Téllez Girón bien podía ser la causa de las muertes que se habían sucedido. Y, por supuesto, el carácter del Duque y sus palabras sin duda daban a entender que era un hombre que no dudaría en recurrir a la violencia para conservar para su linaje el título nobiliario.

Se despidieron cerca de la plaza, el magistrado caminando por el callejón de la derecha y el alguacil siguiendo de frente, cada uno a sus casas. En mitad de la oscuridad y con una leve llovizna cayendo, las calles se veían despobladas y apenas las luces de unas candelas particulares iluminaban el lugar. De pronto, el alguacil sintió pasos a su espalda. Se giró y no vio a nadie. Siguió caminando y de nuevo escuchó sonidos de pisadas de alguien que le seguía. Dobló una esquina y desenfundó el sable que llevaba al cinto en el preciso momento en el que una sombra se abalanzó sobre él tratando de darle una estocada. Dominador de la esgrima por tradición familiar y su profesión, pudo esquivar la envestida y reponer su posición. Ante él se encontraba un hombre de ropajes oscuros, con el rostro cubierto por un pañuelo, de alta estatura y presto a acabar con su vida. Diego Garay se cuadró en posición de duelo y se dispuso a luchar.

En medio de la penumbra y bajo la llovizna que caía sobre las calles de Frías, ambos espadachines, alguacil y sicario, comenzaron a pugnar en un duelo a muerte. El tintineo de los aceros chocando en aquel callejón hacía a veces saltar chispas en el choque de las espadas y el jadeo de los contendientes se escuchaba a cada maniobra de envestida o esquivo que llevaban a cabo. Al de unos minutos, viendo el atacante que la destreza del alguacil con la espada era buena y que no iba a ser capaz de vencerlo, huyó a gran velocidad perdiéndose entre los recovecos del callejero.

El alguacil llegó a su casa empapado y jadeante, aún excitado por el duelo que había protagonizado hacía apenas unos minutos. Se desvistió, se aseó y se dejó caer en su lecho tratando de serenar el galope de su corazón. Aunque le costó conciliar el sueño con la idea, sencillamente, de que habían intentado asesinarle. Y peor aún, con la certeza de que su entrevista con el Duque aquella tarde era el motivo.

A la mañana siguiente, a los pies de las casas colgadas, el cuerpo sin vida del magistrado alertó de nuevo a todos los habitantes de Frías. Cuando golpearon la puerta de la casa del alguacil, éste aún estaba sumido en un profundo sueño, repleto de pesadillas en torno al duelo que había librado la noche anterior. Se despertó, abrió la puerta y recibió la noticia de la muerte de su amigo.

-Anoche nos separamos en la plaza - comenzó a contar-. Él se fue para su casa y yo a la mía. En el trayecto, un hombre enmascarado trató de matarme, pero tuve la suerte de estar presto y armado, pudiendo defenderme. Supongo que el magistrado no tuvo esa misma suerte.

-Era un hombre de letras, no de armas - habló el caballero que representaba a la autoridad de Las Merindades llegado a Frías alertado por los últimos acontecimientos -. Diego, ¿se puede saber qué está sucediendo aquí?

-No lo sé, señor. De veras que no lo sé. 

Y esa fue la última vez que alguien vio a Diego Garay, alguacil de Frías. Algunos dicen que fue asesinado, como le sucedió a su amigo el magistrado. Su cadáver tal vez se hundió en el Ebro, pensaron. Otros sencillamente creen que desapareció del lugar sin dejar rastro, temeroso de acabar asesinado. Pero lo cierto es que el alguacil huyó aquella noche de Frías, tras el funeral de su amigo el magistrado para no regresar jamás. Y el motivo no fue otro que el papel que encontró en su casa de regreso del funeral, que alguien había introducido por debajo de la puerta. Un papel con una clara amenaza. O desaparecía o moriría. El alguacil sabía que estaba en medio de una disputa nobiliaria que trascendía mucho más allá de lo que podía imaginar, que abarcaba años y generaciones de intereses nobiliarios, y que matar a un magistrado o a un alguacil no suponía obstáculo alguno para conseguir según qué fines.

Así que el alguacil dejó aquella noche su casa y salió de Frías, dejando atrás a su millar de habitantes, atravesando el puente medieval para no regresar jamás, sabiendo que estaba huyendo para poner a salvo su vida. Aquel mismo año de 1897 Francisco de Borja Téllez Girón, XI Duque de Uceda, perteneciente a una rama familiar que pretendía el Ducado de Frías, murió en extrañas circunstancias. Esta es solo una más de las muchas historias misteriosas que un pueblo como Frías alberga en su pasado y que mi tatarabuelo, que hubo un tiempo que respondió a Diego Garay, narraba con pasión.

Primer Premio Concurso de Relato Corto Ciudad de Frías

Un rincón al margen del mundo

Seudónimo. XXL

En una de esas decisiones que a veces se toman creyendo acertadas y que el tiempo desvela como erróneas, mis padres se trasladaron de Frías a Burgos cuando yo tenía apenas un año. Mi padre, defensor a ultranza de su tierra, embaucado por los cantos de sirena de las grandes urbes, no acertó a ver su yerro en los primeros años después de su traslado. Para cuando aceptó que su vida no era tal y como había esperado, aceptaba su sino con la resignación del reo que sigue arrastrando los pies, incluso cuando ya le han retirado los grilletes.

Mi madre trabajaba en una ferretería del centro y mi padre en una empresa de encurtidos del extrarradio, a razón de nueve horas de lunes a sábado, por un salario que apenas nos daba para vivir un par de palmos por encima de la miseria.

Era tal su desenfrenado ritmo de vida, que ambos veían con buenos ojos —o más bien lo deseaban a rabiar— que yo pasara buena parte de los fines de semana, casi todos los puentes y la práctica totalidad del verano, en Frías con el abuelo. «Así no pierde el arraigo»; solía decir mi padre, con la esperanza de que yo purgara la culpa cuyo peso sentía sobre los hombros, como un yugo de plomo, por el abandono al que había sometido a su pueblo.

Así fue como, durante mi infancia, me sentía más fredense que burgalés. Era tal la libertad que sentía en el pueblo de mi abuelo Antonio, que comencé a aborrecer el encorsetamiento que me oprimía cuando vivía en la ciudad y del que era liberado en el momento en que ponía los pies en Frías.

Aguardaba los días de asueto en Frías como el cautivo anhela las horas de patio. Años en los que mi única preocupación era jugar a la trompa o las canicas en la calle, correr de casa en casa sin que nadie gritara a nuestra espalda o comer asado los sábados, después de que el abuelo preparara la parrilla en el patio trasero de su casa, desde cuyas habitaciones se podía contemplar el cerro que se despeñaba desde aquellas construcciones, que formaban parte de la roca como la uña lo hace de un dedo.

Fue allí, un día después de comer una sabrosa morcilla asada, que el abuelo acompañaba con chorizo y otras suculencias que aliñaban uno de los más sabrosos y sencillos de bocados de la región, cuando me desveló la existencia de su insólito amigo.

—¿Quieres ver algo precioso? ¿Quieres conocer a Veleta? Pero tienes que estar en un silencio absoluto, no vaya a asustarse y no vuelva —me dijo, con un tono de voz enigmático, como el que empleaba el locutor de radio que narraba «La guerra de los mundos».

—Claro —asentí.

—De acuerdo, vamos —replicó él a su vez, arrancando un pellizco de pan de hogaza, con el que recogió del ribete del plato naranja de duralex un trozo de morcilla.

Ascendimos a la cocina y mi abuelo me pidió que me quedara sentado en una esquina de la ventana que daba al pequeño balcón, desde el que se podía contemplar la agreste belleza que abrazaba al pueblo. Ceremonioso, como si la secuencia que estaba a punto de darse formara parte de un ritual atávico, mi abuelo abrió la mano con los restos de pan y morcilla desmigada sobre la palma.

No lo vi llegar, era la primera vez que contemplaba aquel encuentro y no sabía hacia dónde mirar. Al poco, empero, unos metros por delante del sonriente rostro de mi abuelo comenzó a revolotear un jilguero; uno con los colores tan vivos que parecía refulgir con los rayos de sol que alumbraban Frías aquel mediodía.

Sin dejar de agitarse de tal modo que comprendí el porqué de que mi abuelo lo llamase «Veleta», el jilguero se acercó hasta su mano, se posó sobre el dedo pulgar y tras dedicar a mi abuelo una mirada, entre insolente y amistosa, comenzó a picotear los restos de morcilla y pan. Mi abuelo le hablaba en voz baja, le decía que era el pájaro más bello del mundo, que daba color y alegría a un lugar ya de por sí bucólico, como eran Frías y su entorno, que siempre estaría allí para alimentarlo. Veleta, después de alimentarse, alzó la cabeza, trinó con entusiasmo una enérgica tonada y después, en el preciso instante en que asomé la cabeza al balconcillo, echó a volar con la misma atolondrada agitación con la que había llegado.

—¡Yo también quiero hacerlo! ¡Yo también quiero alimentar a ese pajarillo y decirle cosas bonitas! —exclamé, con la voz atiplada y gritona propia de mi edad.

—Ni siquiera sé por qué me ha elegido a mí. Es complicado, pero ya ves lo que ocurre cuando descubre a alguien que no soy yo —me respondió.

Así se dio una y otra vez. Cada día sometía a los encuentros entre el abuelo y Veleta a mi estricta vigilancia, con otras tantas tentativas por acercarme, pero siempre con idéntico resultado. Cada vez que Veleta me veía, batía las alas y partía agitándose en el aire, como si no supiera bien hacia donde volar; mi abuelo decía que lo hacía así, porque, a fin de cuentas, cada rincón de Frías era igual de bello que los demás. La única certeza de aquel año, era que aquel jilguero tan sólo aceptaba la compañía de mi abuelo y que su vuelo era tan indescifrable como la incógnita de su presencia y origen.

Con el paso de los años y mi entrada en la adolescencia, donde otros intereses más maduros y rijosos, me asaltaron, comencé a distanciar mis visitas al abuelo en Frías. La vida de mis padres en Burgos continuaba siendo del todo alocada y yo y mis preocupaciones de adolescente éramos algo secundario para ellos. Pero ya me había sumido en el mundo de descubrimiento de la pubescencia, por lo que, y aunque ahora me sonroje el rememorarlo, poco a poco fui distanciándome tanto de mi abuelo como de Frías. O, lo que es lo mismo, me distancié del lugar en el que mis latidos habían tomado la cadencia que habría de guiarme a lo largo de mí vida y de la persona que les había dado cuerda desde que era poco más que un bebé.

Así, hasta que con el paso de los años dejé de visitar la casa del abuelo hasta que una llamada de mi padre, cuando hacía un par de años que había partido a cursar mis estudios universitarios a Madrid, me dio la noticia que siempre había temido, por más que hiciera casi nueve meses que no me llegaba a Frías. El abuelo había muerto. Lo había hecho en silencio, en la casa del pueblo, en su habitación, con la ventana abierta. Al menos —recuerdo que pensé—, se había sumido en el sueño eterno con sus labios rescatando aquel fresco y amable aroma que acariciaba el rostro de las casas colgadas al llegar la noche.

Las exequias fueron breves y poco concurridas, como suelen serlo en los lugares donde ha arraigado esa gangrena que supone el éxodo rural. A la salida de la iglesia, antes de partir al crematorio y tras recibir las condolencias de los ancianos que se habían acercado al sepelio, para despedirse de uno de sus amigos, conscientes como eran de que cualquiera de ellos engrosaría el añoso camposanto fredense en no mucho tardar, mi padre me pidió que antes de volver colgará un par de carteles de «Se Vende». Mi padre no tenía intención de regresar, sumido como seguía en la desenfrenada vida urbanita. Por lo que, la venta de la casa, de la que decía no guardaba ese arraigo que yo, sin embargo, sí que profesaba, sería un empujón económico.

Así que partí hacía la casa del abuelo con la culpa sobre los hombros, lágrimas horadándome las mejillas y una horrible sensación de que caminaba sobre las cenizas del niño cuya presencia aún espejeaba en aquellas calles.

Al abrir la puerta inferior un denso aroma a cerrado me colapsó el olfato y terminó de derribar el dique que contenía a duras penas las lágrimas de culpabilidad, que me abrasaban los ojos. Más aún, cuando entre las manos sujetaba dos enormes carteles de «Se Vende», que mi padre había mandado hacer en madera, para que soportaran las inclemencias de un invierno, ya inminente.

Caminé por la casa y, al pasar por la cocina, hallé junto a la alacena una hogaza. Quizá, a juzgar por el apelmazado de la miga, llevara allí tres o cuatro días, cinco a lo sumo. Recordé entonces a aquel lejano jilguero, «Veleta», que comía de la mano de mi abuelo.

Como si los años no hubieran pasado y viendo reflejado a mi abuelo en mis movimientos, desmenucé un pellizco de hogaza en mi mano y salí al balcón. Abrí la palma y contemplé el añil del horizonte con una media sonrisa preñada de nostalgia en mis labios. Me sentía más miserable que nunca. No solo había abandonado y, por ende, olvidado a mi abuelo. También había obviado que mis latidos aún reverberaban entre las breves calles de uno de los rincones más bellos de España.

No era posible, pero sucedió. Resultaba del todo impensable, pero así se dio.

No habían transcurrido siquiera unos segundos, cuando un jilguero de vuelo indeciso se acercó hasta el balcón de la casa de mi abuelo. Cruzó un par de veces sobre mi cabeza antes de posarse, delicadamente, sobre mi pulgar diestro.

Era imposible que fuese él. ¿Cuánto tiempo habían transcurrido?

La vida de un jilguero, en libertad, rara vez alcanza la década y habían pasado casi dos desde nuestro primer encuentro. Sin embargo, me obligué a creer que era él. Su pelaje ya no era brillante, sino mateado. El negro había demudado en un gris oscuro. Y la serena insolencia de su rostro, había metamorfoseado en un gesto cansado, de anciano curtido por la experiencia y el dolor que siempre alicata toda vida longeva.

Antes de picotear las migas, me miró con la desconfianza de quien no alcanza a comprender qué ocurre. Aun así, me extrañó que confiase lo suficiente como para posarse sobre mi mano y comer. Quise creer que con el paso de los años mis facciones me asemejaban a mi abuelo. O quizá recordaba a aquel niño que se asomaba tímidamente por la puerta del balcón, antes de que él, esquivo, joven y bizarro, echara a volar.

—No va a volver —le dije, en apenas un bisbiseo ininteligible —. Él también ha volado—anexé.

Trató de trinar, pero de su garganta sólo emergió un gorgojeo, similar al tosido estertóreo de un tísico. Después agitó sus alas y voló en línea recta hacia el sur. Era la primera ocasión en que lo contemplaba volar de una forma tan serena, lineal, como si al fin supiera hacia dónde tenía que dirigirse, desde aquella ventana al fin del mundo.

Fui consciente de que jamás regresaría.

Descendí hasta el patio trasero de la casa, partí a patadas los dos carteles de madera de «Se Vende» y los prendí fuego, hasta conseguir unas vigorosas llamas. Coloqué la parrilla sobre el fuego y me preparé, como antaño, una de las deliciosas morcillas que aún conservaba mi abuelo colgadas de las vigas de madera del desván.

Al rato, un jilguero joven, de colores vivos e intuida altanería, se posó sobre el murete que daba a la Campa de las Heras. Sonreí, desmenucé un trozo de morcilla en la palma de mi mano y extendí el brazo hacia aquella bellísima ave. El jilguero alzó el vuelo, se elevó y partió en dirección a… quién sabe; quizá hacia el puente, el lavadero o puede que a refrescarse en la Cascada del Molinar. Como decía mi abuelo, eran tan bellos todos los rincones de Frías, que daba igual si se visitaba uno u otro.

No me importó que aquel día huyera así. Sabía que regresaría y, sobre todo, sabía que yo seguiría allí, esperándolo, sintiéndome parte del latido que bombeaba bajo los adoquines de las calles del pueblo. Era plenamente consciente de que la magia que no había hecho si no empezar en aquel preciso instante, no finalizaría hasta que ambos, aquel joven jilguero y yo, volásemos desde la ventana de la casa de mi abuelo, hacia ese lugar eterno desde donde otearíamos la atemporal belleza de un rincón al margen del mundo.


Relato Ganador del Primer Premio del  I Concurso de Relato Corto "Ciudad de Frías".

Autor: Ernesto Tubía Landeras, residente en Logroño.

jueves, 8 de agosto de 2024

Fallo Concurso de Relato corto "Ciudad de Frías"

Anuncio de Ganadores del Primer Concurso de Relato corto Ciudad de Frías

La Asociación Amigos de Frías tiene el placer de anunciar los ganadores del primer concurso de relato corto Ciudad de Frías, un certamen literario que ha contado con una notable participación y ha reunido un total de 53 relatos provenientes de diversas localidades de España.

El primer premio, dotado con 300 euros y una estancia de una noche en el Hotel Rural de Frías, ha sido otorgado a Ernesto Tubía Landeras, residente en Logroño, por la obra “Un rincón al margen del mundo”. El autor logra captar la esencia y la belleza de Frías con descripciones detalladas y nostálgicas. La historia escrita tiene profundidad emocional y la exploración del sentimiento de pertenencia y arraigo a la tierra natal es un tema poderoso y relevante, especialmente en contextos de migración y vida urbana versus rural.

El segundo premio, con una dotación de 200 euros, ha sido concedido a Alain Martín Molina, vecino de Sestao, por la obra “Una historia del pasado”. El texto presenta una narrativa rica y detallada con un buen manejo de la atmósfera y un sólido desarrollo de la trama. Los diálogos son fluidos y reflejan adecuadamente la época y las personalidades de los personajes.

El concurso ha sido evaluado por un jurado compuesto por personalidades del ámbito literario y cultural:
  • Fátima Díez, escritora que engloba la novela negra, de suspense y de denuncia social. Lectora apasionada, organiza semanas de libros y talleres culturales.
  • Mª José Mielgo, escritora y editora de la Revista LITERARTE; es fundadora, igualmente, desde el 2015 de LITERARTE editorial y organizadora de eventos. 
  • Ángela López de Arriba, lectora apasionada con un blog en Instagram de reseña de libros y entrevistas a escritores.
  • Y Sonia Corcuera, economista, emprendedora y escritora.
Los premios se entregarán el sábado 31 de agosto en el Salón de Plenos del Ilmo. Ayuntamiento de la ciudad de Frías en un acto con presencia de autoridades, patrocinadores y jurado del evento.

El certamen, organizado por la Asociación Amigos de Frías con motivo del 50 aniversario de su fundación, está patrocinado por El Ayuntamiento de la Ciudad de Frías a través de la empresa Enerfrías, el Hotel Rural Frías y Amigos de Frías. Con esta nota también queremos felicitar a los ganadores y agradecer a todos los participantes su esfuerzo y creatividad. Esperamos que marque el inicio de una tradición que, sin duda, contribuirá a promover la cultura y la literatura en nuestra ciudad.


Frías, 8 de Agosto de 2024